DISCURSO ALFONSO SAER - ORADOR DE ORDEN EXALTACIÓN CLASE 2017

DISCURSO ALFONSO SAER - ORADOR DE ORDEN EXALTACIÓN CLASE 2017

"Vengan pa' que lo vean..."

Imagino a Marco Antonio de Lacavalerie entrando a este recinto con gracia inigualable y carisma irrepetible. Se robaría el show ese amigo de pelo platinado, sonrisa eterna y modales magníficos. Nos presentaría a Billos "A gozar muchachos" y nos invitaría a una cita de estrellas en Fiesta Fabulosa. Gran personaje de la radio desde los años cuarenta era este Musiú criollísimo.

El garboso de Maripérez disfrutaba lo que hacía y contagiaba con sus ocurrencias. Tenía "distancia y categoría" para ofrecerle diversión a su pueblo. Muy joven abrió caminos en Radio Cervantes de Chile hasta que vino en 1941 a Venezuela y sintió el gusanillo del éxito en Radio Caracas. Nos emocionó con emotivos relatos en la Cabalgata Deportiva Gillette, triunfando durante 26 años junto a Buck Canel y Felo Ramírez. Qué hermoso recordar aquel juego perfecto de Don Larsen en la Serie Mundial de 1956, una de sus transmisiones más queridas y afamadas. Cuando en los años sesenta asumió los micrófonos de los Tiburones le dio un vuelco al tradicionalismo porque amalgamó la pelota con la amenidad. Intuyo que Tom González y Chepe Pérez Meléndez hoy lo acompañan en esta entronización justa e histórica. ¿ No es así Musiuitos?

Lacavalerie vendía lo que promovía. Tuvo programas de televisión pegajosos y exitosos. "El batazo de la suerte" fue un jonrón de bases llenas. Enalteció estaciones como Radio Caracas Televisión, Venevisión y CVTV. Una vez, en 1965 me sorprendió en el circuito Cardenales, diciéndome "narra muchacho". Fue mi primer episodio en la actividad que este honorable comunicador social elevó con prestancia.

"Epa mi pueblo, aquí estoy yo" dirá en uno de estos afamados rincones el hombre de Montecristo y Corn Flakes de Kellogs, el jacarandoso y nunca bien ponderado Musiú Lacavalerie. Bienvenido, esta será tu casa por siempre.

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Un osado empresario caroreño entró a mediados de los setenta en la sala de emergencia donde Cardenales requería de cuidados especiales. Era un club quebrado, agobiado, sin norte, eso se advertía fácilmente. El atrevido y templado polifacético no se arredraba ante los retos ni claudicaba frente a los presagios adversos. Una linda aventura comenzó cuando el caballero de alta voz y charla plena de franqueza decidió salvar al elenco que agonizaba como si quisiera acompañar a su fundador desaparecido entre llamas unos seis años atrás.

Adolfo Álvarez Perera hacía muchas cosas y ninguna le sobraba. Desde su andadura con largas botas en una hacienda hasta ocupar una curul gubernamental o asumir los quehaceres de la industria y el comercio. Mientras construía con María Magdalena Zubillaga una familia forjada bajo el estricto orden de amor, estudio y trabajo, fue gestando un equipo idóneo para sus aspiraciones y lo que el aficionado demandaba.

A los cantos agoreros respondía con frases muy suyas. Combinaba optimismo con tenacidad. Responsabilidad con entrega. Un abrazo suyo contenía cariño y humildad. Así se fundió en un inolvidable saludo con Domingo Carrasquel para festejar el primero de cuatro títulos aquel 29 de enero de 1991. Gozó en alto grado la década de los noventa. Era el premio a la dedicación plena. Mientras los lauros entraban a las vitrinas guaras, la organización tomaba un curso vertical con la gerencia de Humberto Oropeza Mascareño, designado como figura primaria para emprender los éxitos anteriormente esquivos.

Ocurrente, certero, sincero, apasionado por la verdad y la probidad, Adolfo Álvarez Perera hizo crecer el árbol de la amistad con mil hojas esparcidas en el suelo nacional. Dejó una marca propia, un sello indiscutible que lo trae, aunque sea con la presencia de su espíritu inquebrantable, hasta esta sala en cuyos pasillos circulan personajes que han trascendido en la vida pública.

Nunca se rendía ante los golpes inevitables del destino. Se oponía radiante con un lema tan sencillo como original: "Ellos a que no y nosotros a que sí".

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Cómo gozó Don Adolfo con aquel lanzador de titánicas actuaciones, de coraje manifiesto, indoblegable. Será porque nació en El Tigre y tomó muy en serio el lugar de advenimiento al mundo terrenal.

Giovanni Carrara Jiménez era tan obstinado que no se quitaba nunca. Estaba dispuesto cada día porque su brazo no pedía pausas ni denotaba cansancio. Si quieren que les resuma pues hablemos de aquel agotador trabajo en el parque Universitario, final de la 98-99, quinto choque contra el Caracas. Fueron seis innings de relevo hasta el décimo cuarto. El diestro ganaba allí o moría en el intento. Sobrevivió y esa fue la antesala del tercer título para su club amado. Resultó ficha en los cuatro laureles.

Su puño en alto y su brinco triunfador eran su estampa guerrera. En cada disparo hacia el plato untaba la bola de coraje y pundonor. Se presentaba del tamaño del compromiso. Por eso ganó 67 y salvó 56 en nuestra liga. En la 93-94 registró ocho victorias contra un revés, y en la 2001-2002 salvó quince. Su palmarés reluce con efectividad de 2.93 en un gran total de 978 innings de labor ininterrumpida por 24 campañas. En postemporada obtuvo 19 satisfacciones. Por diez años lanzó en cinco equipos de Grandes Ligas y su balance es un meritorio 29-18.

A Carrara, empero, no hay que medirlo exclusivamente por estadísticas. Si empleáramos un vocablo popular diríamos que tenía un guáramo singular. Sus rabietas con el manager que lo iba a sustituir eran tan frecuentes como las conquistas mediante su garra y disposición. Lara lo tuvo como emblema por su guapeza en el morrito.

Tres protagonistas por senderos diferentes. Al final convergen en un nicho que guardará celosamente sus virtudes. Hoy ponderamos a Musiú, Adolfo y Giovanni. La voz en el micrófono, un marcado liderazgo empresarial y la pasión desbordada en el montículo. El salón de la fama del béisbol venezolano descubre sus rostros para reconocer a quienes con afán y nervio, honestidad y orgullo, pujanza y enjundia han cubierto de glorias el deporte adorado en el panorama patrio. Hágase justicia. Buenas tardes.

Alfonso Saer